yo... la peor de todas

viernes, junio 10, 2005

Cuento para Albus

Como todas las mañanas rezó un padre nuestro cuando el sol no había salido, bajo la rígida mirada del Hermano Director y transitó los oscuros pasillos del claustro estudiantil hacía la clase de labores manuales. Allí el Hermano Maestro de Actividades Prácticas lo sometió a los rigores del bastidor y las agujas de tejer.
No volaba ni una mosca, ya que la sóla caída de una aguja o un alfiler significaba un inminente y duro punterazo en sus inútiles manos que esa mañana, extrañamente, le temblaban más de lo común. Sabía lo que iba a pasar; esa noche no había dormido porque oscuros presentimientos le anunciaban agoreramente lo que iba a aconter. Soñó despierto y tuvo pesadillas. La que más lo torturo, fue aquella donde los Hermanos, con sus frías túnicas franciscanas danzaban a su alrededor hasta marearlo, cantando extraños mantras en latín para luego acercarse a él con punzantes alfileres que clavaban en todo su cuerpo.
Con dificultad, se esforzaba en el punto cruz de un duro paño marcado por un difícil dibujo con miles de llamas donde ardían incautos pecadores. Al tiempo que les iba dando color, también en sus ojos se reflejaban las llamas y en ese instante puedo ver su destino como en una bola de cristal.
De repente el bastidor cayó de sus manos y las campanas del fin comenzaron a sonar. El Hermano Maestro de Actividades Prácticas sacudió sus manos con el duro puntero de roble y sus ojos se llenaron de lágrimas por el dolor pero no dijo una palabra, ni siquiera parpadeó.
A partir de ahí, sólo esperó que los hechos transcurrieran. La tarde llegó, todos se fueron retirando y él se retrasó demasiaso, tanto que cuando cruzó el patio ya nadie quedaba.
Y ahí supo claramente lo que tenía que hacer : tomó el bidón de nafta y se puso los fósforos en el bolsillo. Comenzó a sonreir, tímidamente primero, a carcajadas luego. El Hermano Portero intentó detenerlo. Revolvió su bolso de labores, sacó las metálicas agujas de tejer Nº6 y se las clavó mortiferamente.
Lo demás estaba escrito. Desde la vereda de enfrente observó entre carcajadas, ya diabólicas, como el Benito Nazar se consumía en luminosas llamas que sus pupilas reflejaban con placer.