yo... la peor de todas

miércoles, marzo 02, 2005

El extraccionista

Mucho sueño y pocas ganas, nada nuevo en su vida; no esperaba otra cosa para una existencia vacía. Sin embargo, un análisis de rutina determinó que unos pocos y malformados glóbulos rojos no alcanzaban para más, aún para alguien como ella que vegetaba desde hacía rato.
Estaba muy pálida y sus grandes ojos enmarcados por ojeras, pero a ella le parecía normal, después de todo, lo de afuera tenía que hacer juego con lo de adentro: un alma agonizando necesitaba un cuerpo en el mismo estado. Una visita al médico fue suficiente para diagnosticar una aguda anemia que debía ser ratificada con un obvio análisis de sangre.
Se levantó temprano y en ayunas, como es costumbre, y todavía dormida partió rumbo al hospital. Estaba cansada, como siempre. Subió al tren con cientos de personas que la apretaban, que la hastiaban; comenzó a mirar por la ventanilla el repetido y corroído paisaje del sur del conurbano pero no pensaba, no quería pensar...
Cuando llegó a la sala de hemoterapia tuvo la sensación de que todo un día había transcurrido, sin embargo eran apenas las ocho de la mañana. Solicitó su número y se sentó en la última fila de una especie de tribuna de enfermos o sospechados de enfermos que aguardaban su turno. Tenía el 94 y recién iban por el 70; se fastidió un par de minutos pero después cayó en el tedio de siempre. Mientras esperaba comenzó a observar que eran por lo menos seis los extraccionistas trabajando y que eso haría que su turno llegara relativamente rápido; después de todo no tenía ningún apuro para que le sacaran sangre, algo que realmente la impresionaba mucho. Sin embargo, al rato se encontró jugando a adivinar que extraccionista le tocaría en suerte y comenzó a observarlos. Entre todos, le llamó la atención uno, un hombre de unos treinta y cinco años que desde el lugar donde ella estaba le parecía muy interesante. A medida que la gente era atendida se fue acercando a la primera fila y fue ahí cuando lo vio con más detalle; un gran número de cicatrices afectaban la mitad se su cara. Su perfil derecho era perfecto, era un hombre realmente hermoso, pero su otra mitad contrastaba bastante.
Mientras se debatía pensando que le habría pasado se sobresaltó al escuchar su número; él la miró con no menos asombro y la invitó a pasar. El lugar era pequeño, muy blanco, muy limpio, demasiado frío. Tomó asiento y se dispuso a ofrecer su brazo. Mientras tanto, aún de espaldas, él dijo su nombre en voz alta e hizo un comentario sobre el origen de su apellido; también le preguntó por su anemia. Parecía no querer darse vuelta... y ella deseaba tanto que lo hiciera... Finalmente, no tuvo otra alternativa y se acercó con una jeringa en la mano. La miró a los ojos muy rápidamente y desvió la vista. Tomó su brazo con ternura, ató una goma muy fuerte y se dispuso a hallar una vena apta para la extracción. Tuvo paciencia y la halló; nunca nadie la encontraba y extraían sangre de sus capilares, dejándole grandes hematomas. Pero él la palpó con suavidad y el sólo contacto de los dedos en su piel le provocaron una extraña y dulce sensación, muy distinta de la que solía sentir en esas circunstancias. Tal vez fue sólo una idea pero cuando introdujo la aguja sintió que él se perturbó, que sufrió al pincharla, que no la quería lastimar... Era la primera vez que podía ver como ese líquido rojo que salía de su cuerpo ascendía por la jeringa. Nunca antes lo habría soportado sin desmayarse pero esta vez se sintió segura, fuerte.
Le colocó el algodoncito de rutina y le dijo que descansara un rato antes de retirarse. Ninguno de los dos quería que ese momento terminara pero no tuvieron más que decirse adiós, presos ambos de una extraña congoja, de la rara turbación de echar de menos a alguien que hasta hace minutos no existía en la vida del otro y que desde ese instante se hacía imprescindible.
Volvió a su casa nuevamente en tren; la gente ya no le importaba; miraba por la ventanilla el paisaje de siempre y ahora sí quería pensar o al menos no podía hacer nada por evitarlo: pensaba en él y así se durmió. Por primera vez en meses soñó...
Cinco días después tuvo una nueva oportunidad para verlo. Fue a retirar el análisis en el horario de extracción, con un propósito más que obvio. Se puso en la cola y no hizo otra cosa que mirar hacia las salitas; cuatro eran las que funcionaban; los extraccionistas comenzaron a salir, uno por uno, a llamar a los pacientes pero ninguno era él. Sólo se dio vuelta para retirar su análisis y cuando volvió la vista lo encontró justo detrás suyo, sonriéndole. Nunca supo cuanto tiempo estuvieron así, mirándose, hasta que se superpusieron los "hola" de ambos.
La invitó a tomar un café. Mientras caminaron por las calles internas del hospital no dijeron palabra y así siguieron en la mesa del bar: el jugaba con la cucharita, ella con el sobrecito de azúcar. Hasta que un "y cómo estás..." dio paso a una extensa charla; fue como un desahogo, algo que ambos necesitaban. Nada hay menos ameno que un bar de hospital; la enfermedad y la muerte lo invaden todo, aún ese espacio y ahí estaban ambos, impregnados de olor a "remedios", presos ya de un sentimiento que se anunciaba devastador e irremediable. Ya no podían volver atrás y sólo debían seguir ese tortuoso y ardiente camino que al final ambos sabían los destruiría.
Muchos fueron los encuentros que siguieron a ese. Juegos de desciframiento, de acercamientos al límite, de límites quebrados. Cuando la tocaba ella seguía sintiendo la misma sensación que tuvo el día de la extracción: él no la quería lastimar...Sin embargo jugaron ese juego hasta quedar exhaustos, porque en algún lugar de sus almas ambos sentían que tal vez esto los podía salvar: llenar una vida vacía con la de otro... que también estaba vacía.
Ella podía acariciar con la misma ternura las dos partes de su rostro; el podía acariciar con igual calor y afecto lo agridulce de su ser. Pero a pesar de esto ninguno de los dos se animó a vivir esta historia por completo, tal vez por temor, por cobardía, por egoísmo. Así llegaron a un punto de inflexión a partir del cual todo fue como caer al vacío. Ese día debían mostrar todas las cartas para ser vulnerables, para ofrecerse al sacrificio. No superaron ese límite, los rompieron todos pero no ese. Quedaron uno de cada lado de la línea, mirándose, y ninguno de los dos pudo poner el pie del otro lado. Sólo quedo darse vuelta y emprender el camino de regreso. Nunca se debe mirar atrás cuando se dice adios. El rostro de ella estaba inmutable, ningún gesto debía mostrar el desgarramiento interior; se llenó de lágrimas que brotaban y caían como si fueran de otra persona. Pero por dentro se iba derrumbando paso paso... El pensaba que nunca la quiso lastimar y también sufría.
Meses después... un control de rutina. Sala de hemoterapia... limpia, blanca, fría...Ofreció su brazo para el sacrificio... y sintió fuerte el pinchazo...no pudo mirar. La sangre la impresionaba, la perturbaba hasta descomponerla, igual que el amor...